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  • Foto del escritorChaimae Essousi

Sobre el feminismo "sin etiquetas" y otros tapujos.

Actualizado: 15 ago 2020

"Tampoco es casualidad que aquellos que acusan a los demás de poner demasiadas “etiquetas” sean quienes no sientan ni perciban ninguna necesidad de hacerlo, ya que desde la comodidad de una posición hegemónica el cuestionamiento crítico tiene un alto coste"

Es innegable que el movimiento feminista se encuentra en estos momentos en un punto bastante álgido en lo que se refiere a su impacto social, económico, político y, sobretodo, mediático. El feminismo ha logrado transformar la sociedad de muchas y varias formas, mejores o peores a la libre interpretación de cada una. Esto es un hecho innegable, aunque aún quede mucho por hacer por la igualdad de oportunidades y condiciones o la libertad de identificación y orientación sexual.

De la misma forma, es inevitable pensar que el movimiento antirracista también se encuentra en plena carrerilla, con más ímpetu a nivel global gracias a la labor de los y las tantas militantes tanto presentes como pasados, desde el movimiento #BlackLivesMatter en USA, #JusticePourAdama en Francia o muchas otras movilizaciones en el estado español para mencionar algunas. A estas alturas ya queda claro que el antirracismo ha dejado de ser un mero valor moral y ético – “soy antirracista porque soy buena persona”- a ser un proyecto político propio y explícito – “soy antirracista para transformar la sociedad”. Los objetivos del antirracismo político se concentran, primeramente, en desmantelar el sistema capitalista-colonial así como exigir reparaciones históricas y, a su vez, crear nuevas epistemologías, estructuras sociales, políticas y económicas que garanticen una igualdad de facto.

Militantes y pensadores del antirracismo político en España como tal lleva años haciendo un análisis material de los espectros políticos – en este caso, me limito a hablar del caso español –; ha puesto sobre la mesa cuestiones hasta ahora intocables (i.e., el racismo inherente en movimientos progresistas y de izquierdas o en determinados colectivos feministas) y han empezado a saltar las sensibilidades. Ahí es cuando las reacciones se han basado repetidamente en recalcar que cualquier crítica – incluso desde dentro – a los movimientos anticapitalistas o feministas sólo dividen, ya que hay un enemigo común más importante: el auge del fascismo. Su posicionamiento es que las etiquetas dividen la clase obrera, que las etiquetas dividen la lucha feminista.

Pero ¿qué son exactamente las etiquetas? Para ponerlo simple, las etiquetas sirven para nombrar algo. Podríamos decir que de una forma más o menos instintiva nos topamos con la necesidad de nombrarlo todo para identificarlo, entenderlo, procesarlo y ser capaces de reutilizarlo o incluso deshacernos de él si hace falta. Las etiquetas nos permiten relacionarnos con el mundo político y social, darle sentido(s) y por ende tratar de transformarlo. Entonces, sí, claro que las etiquetas dividen, pero no para debilitar un supuesto frente político común sino justamente para evolucionar. Las etiquetas sólo son un síntoma de que las ideas políticas florecen, que son materiales, que fluyen hacia diferentes frentes, toman muchas y diversas fórmulas, de mayor o menor medida. En este sentido, tampoco es casualidad que aquellos que acusan a los demás de poner demasiadas “etiquetas” sean quienes no sientan ni perciban ninguna necesidad de hacerlo, ya que desde la comodidad de una posición hegemónica el cuestionamiento crítico tiene un alto coste.

Así, cuando sectores del feminismo apelan a todo aquello que no sea blanco, ateo u occidental como una “etiqueta” sólo ponen en relieve que ya han ocupado una posición de hegemonía; una posición de la que no quieren prescindir con la peligrosa benevolencia - y beneplácito -  de sectores de la derecha e incluso en ocasiones de la ultraderecha. Esta dinámica se percibe muy claramente tanto desde el feminismo antirracista como desde la lucha por la transinclusión. Las feministas - entre ellas, también mujeres racializadas - que atacan a las mujeres negras, gitanas, musulmanas o trans no son unicornios, lamentablemente existen y se hacen notar con creces. En demasiadas ocasiones estas tendencias de discriminación se alían en su constante testarudez para discriminar de forma activa. Cualquiera que haya tenido una mínima interacción con el feminismo excluyente (sabemos quienes sin nombrarlas) entiende su modus operandi, ya que reproducen tanto los mismos repertorios como incoherencias.

En primer lugar, recorren con mucha frecuencia la criminalización de colectivos ya estructural y sistémicamente vulnerabilizados: “las mujeres con velo son sumisas” o “la cultura musulmana es violenta”, entre muchos otros argumentarios de cajón – y cabe decir, poco creativos a estas alturas. La criminalización es altamente efectiva en tanto que apelan a sentimientos fáciles de activar como la empatía o el paternalismo. Casualmente y no tan casualmente, la denuncia selectiva les conviene para justificar su discurso, cosa que llevaría al segundo repertorio. La instrumentalización de fenómenos, acontecimientos o personajes es recurrente para hacer prevalecer un debate en la opinión pública; aquello de “no pienses en el elefante”. Por ejemplo, las mujeres en Irán, el hijab, el burkini en la playa…etc se repiten hasta la saciedad. Además, no es inusual encontrar cómo se usan personajes exagerados para su hiper-ridiculización y la caricatura, el “negro de V0X” que odia a los inmigrantes o la musulmana atea (sí, has leído bien) que denuncia el Islam y otros tantos ejemplos. En tercer lugar, recurrir a la homogeneización de una determinada población para desactivar su capacidad de agencia es ya un clásico. Por ejemplo, el mundo islámico-musulmán se percibe como “exótico” y demasiado difícil de entender, pero a su vez se limitan a simplificarlo y reducirlo  - sin ningún mínimo sentido del decoro - a un único ideario y a un espejismo orientalista.

Son muchos los que se benefician de estas retóricas, desde la derecha hasta determinados sectores de la izquierda. También, muchos se sorprenderían con la complejidad y riqueza teórica del feminismo islámico e incluso los debates entorno a esta corriente ideológica-política en la teología islámica. Por poner un ejemplo, la crítica radical y el rechazo al uso de la epistemología blanca y los marcos normativos occidentales para aproximarse a la realidad islámica; lo que, de hecho, incluiría en sí mismo el feminismo como tal o la modernidad y el capitalismo. Aquí cabe recalcar que el feminismo “con etiquetas” no es un derivado ni una consecuencia del feminismo occidental-hegemónico, es en sí mismo una corriente(s) con autonomía propia.

Entrar en el debate con el feminismo excluyente es, lamentablemente, autodestructivo. Es incomprensible – desagradable, diría - tener que justificar la existencia de una propia a los demás para ser un sujeto legítimo; concretamente, por dos sencillas razones: la primera, porque atenta contra la integridad física y política; la segunda, porque es un debate claramente asimétrico.  Si hemos entendido que con el fascismo no se debate; ¿por qué con las feministas racistas, islamófobas o transexcluyentes sí? Se ha hecho mucho daño en nombre de la equidistancia, pero esta lección parecía ya medianamente aprendida.

De hecho, estaremos bastante de acuerdo en que el auge del fascismo es un enemigo común, pero especialmente a la izquierda de este país le urge plantearse si para hacer frente al fascismo debe dejar de lado toda autocrítica para la transformación política. Creo, humildemente, que están yuxtapuestas e incluso son recíprocamente necesarias.


Dejo a continuación una muy breve entrevista* de El Salto con Houria Bouteldja (2017), autora y pensadora francesa, altamente recomendable para entender el rol de las alianzas políticas entre iguales.



*idioma original en francés, traducido en galego.

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